En la colonia de caracoles todos se afanaban en sus quehaceres en esta nueva primavera. Como cada año, nuestro amigo Manolo se encargaba de las tareas de vigilancia, un trabajo de mucha responsabilidad: tenía que estar muy atento a los peligros que pudieran amenazar al grupo.
Había pasado un año desde que sus padres ya no estaban y eso le ponía triste, y se enfadaba con todos muy a menudo. Por esto se había aventurado en más de una ocasión a ir a comer al prado contiguo, a pesar de que sabía que no debía hacerlo: el grupo le había advertido en varias ocasiones que la comida de ese prado no era buena para los caracoles. Aun así, cuando tenía ocasión allí que se iba, desoyendo los consejos; no podía olvidar el sabor tan rico de esa comida. ¡Qué importaban los demás!
Pero esto no fue todo. Según avanzaba la primavera, cada vez se le veía más distraído, atolondrado, y empezó a descuidar su trabajo de vigilante. Comenzó a darse cuenta de que los demás no le hablaban, que pasaban junto a él sin mirarle.
–¿Me habré vuelto invisible? –pensó Manolo.
Al principio le hacía gracia creer que tenía un poder: ¡era capaz de hacerse invisible! Pero cuando vio que la situación se prolongaba de día en día, empezó a preocuparse de verdad. Se dio cuenta de que no tenía ningún poder: era invisible porque los demás le ignoraban.
Para poder entender todo lo que le estaba sucediendo, decidió consultar a sus amigos. Estos estaban jugando un partido de guisantes y ni siquiera le invitaron a jugar, a pesar de que era un diestro lanzador. Al contrario, sus amigos se hicieron los distraídos.
Cabizbajo, regresó hacia su planta favorita. Se sentía profundamente triste. Pero Manolo era tenaz y no se dio por vencido. Fue a hablar con su mejor amiga, Lola, que era un poco mayor que los demás.
Lola no se atrevía a decirle lo que se oía en la colonia sobre él porque no quería herirle. Pero ante la insistencia de Manolo, le explicó:
–Manolo, todos hablan de tus escapadas al prado de al lado y creen que tienen que ver con tu comportamiento distraído; hace unos días un ave rapaz estuvo a punto de atacarnos y tú no estabas para avisarnos, descuidaste tu tarea. Y si te fijas, tu concha se está empezando a romper por tu mala alimentación, y ya sabes que sin ella no servimos para mucho. A la Comunidad Caracol no le hacen mucha gracia estas actitudes.
–¿Y qué puedo hacer? –preguntó Manolo. Dejaré de ir al prado, la comida de allí me encanta, pero prometo que no iré más.
–Manolo, lo has intentado varias veces, pero sin éxito, no puedes seguir así. La primavera pasada, después de lo que ocurrió con tus padres, te dejamos acercarte porque veíamos que lo necesitabas, pero ya no puedes continuar de esta manera, nos está afectando a todos, no solo a ti.
–Lola, ¿tú puedes ayudarme?
–Ya he tratado de hacerlo, pero no me has hecho caso, sabes que lo que hay plantado en ese prado no es bueno para nosotros. No puedo seguir intentándolo, a los otros no les gusta, y yo quiero seguir aquí. Lo siento, Manolo. Lo único que puedo decirte es que pienses en lo que has hecho y por qué has llegado a esta situación.
Manolo se dio media vuelta y empezó a caminar sin rumbo, pensando y pensando, lleno de tristeza, enfado, pesadumbre y miedo. La confianza en sí mismo empezó a tambalearse, pues no sabía cómo cambiar las cosas. ¿Qué podía hacer, qué iba a ser de él si ya no lo querían allí?
Entonces tomó una decisión.
– Si he sido capaz de llegar al prado de al lado, puedo llegar a cualquier otro lugar, seguro que lo consigo.
Con renovada ilusión, se aprovisionó para el camino: recogió algunas hierbas, llenó su cantimplora y se lo echó todo a la espalda, sobre su maltrecha concha, e inició la marcha. Allí ya no tenía nada que hacer, no estaban sus padres, sus amigos ya no le hacían caso y encima le consideraban inservible.
Mientras que las provisiones duraron todo parecía ir bien. Pero cuando empezaron a terminarse, todo se complicó y su ánimo cambió. Con el calor, el agua escaseaba y no encontraba prados donde comer, descansar y protegerse. Además, su concha cada día estaba más deteriorada, el peso de llevarlo todo a cuestas la había agravado.
Pasó algún tiempo solo, sin apenas alimentarse, sin fuerzas y lo peor de todo sin hablar con nadie, sin recibir un saludo, ni una palabra amable; nadie reparaba en él, y los que sí lo hacían era para herirle el corazón o reírse. Casi había perdido las ganas de vivir.
Cuando uno pierde su concha, sus amigos o su familia, todo se ve de color oscuro y es difícil sacar fuerzas para continuar el camino.
Se hizo de noche, Manolo estaba muy cansado, sin ánimo, y en la oscuridad se quedó dormido. El cosquilleo de los rayos del sol le despertó. Ese día se sentía un poco diferente, inquieto, como si algo fuera a suceder.
Pepe, un ave de los alrededores, que suele desayunar caracoles, miró a Manolo con ojos golosos. Al acercarse a él vio que estaba hundido, su corazón se conmovió y sintió que debía ayudarle. Se acercó muy despacito y movió a Manolo con el pico, este se asustó pensando que lo iba a devorar. Qué alivio sintió al ver que Pepe le llevaba comida. Cuando se hubo repuesto del susto y después de haber comido, Manolo estaba más tranquilo y le preguntó al ave, que ya se había presentado:
–¿Por qué me ayudas, Pepe?
–Te confieso que mi primera intención era comerte, pero cuando me he acercado y te he visto tan indefenso y triste, mi corazón me ha impulsado a querer ayudarte. –¿Cómo te sientes? –le preguntó Pepe.
Manolo estaba abrumado con la bondad del ave, y el corazón del caracol, que hasta entonces había estado a la defensiva, se ablandó.
–Agradezco mucho tu generosidad, Pepe, hace largo tiempo que nadie me trataba con amabilidad y me siento feliz de poder confiar en otro ser. Ya casi había perdido la esperanza.
Manolo y Pepe estuvieron charlando largo y tendido durante horas. Cuando Manolo creyó que ya había confianza entre ellos le contó el motivo por el que había hecho un viaje tan largo y lo que había aprendido de su dura experiencia.
– ¿Y qué has aprendido?
–Por ejemplo, lo importante que es ponerse en el lugar del otro, cumplir con tus tareas, escuchar los buenos consejos, agradecerlos y respetarse a uno mismo y a los demás.
Cuando Manolo ya había recuperado las fuerzas y la confianza en sí mismo, Pepe le colocó en su pico abierto y, como si fuera su mismo polluelo, lo llevó a un prado donde vivían otros caracoles como él.
Manolo se despidió de su amigo, agradecido, y se acercó al nuevo grupo, que le estaba mirando con curiosidad. Le dio la bienvenida el encargado de la comunidad a la que le había llevado su amigo y le presentó al resto de los integrantes. A los pocos días Manolo ya estaba vigilando el lugar para prevenir de los peligros que les pudieran acechar.
Compartió con sus compañeros sus experiencias, gracias a ellas supo valorar que cada palabra amable y cada gesto de cariño hacia los demás tienen un valor incalculable y nos hacen crecer.